Hacer un favor

Hace tiempo leí una frase sobre el hecho de hacer un favor que me quedó grabada en la mente. Lo que no recuerdo es ni dónde la leí ni quién la había dicho o a quién se le atribuía. La frase en cuestión venía a decir que nunca debe hacerse un favor, ni siquiera a una amistad. Valga decir que se trata de una frase al menos un poco atrevida, la cual intentaré analizar a continuación.

Primeramente, la frase puede resultar extraña, dado que, en principio, siempre resulta agradable poder hacer un favor a una persona que lo necesita, quizás aún más si se trata de una amistad.

Tal vez la frase se refería a hacer un favor a alguna clase de personas. Si así era, quizás tenía razón. Porque, desgraciadamente, existen personas que más que decir que no se les debe hacer favores, habría que decir que quizá no se los merecen.

De caso aislado a costumbre

La frase quizás quería decir que si haces un favor a ciertas personas, estas tal vez se lo tomarán como una costumbre, más que como un caso aislado, que es lo que era en un principio. Y, a partir de ese momento, siempre que esa persona lo quiera o lo necesite, tendrás la obligación de hacerle un favor.

En este apartado existen dos grupos de personas:

  1. El primer grupo está formado por personas que te pedirán el favor de la forma más fría posible, sin darte ni las gracias, dado que, como he comentado, es tu obligación. Es como si desde ese maldito instante en que le hiciste el primer favor, aquella persona hubiera obtenido un derecho que le da permiso para pedirte favores, cómo y cuándo quiera.
  2. El segundo grupo de personas te pedirá el favor igualmente, pero al menos lo hará con cierta educación y gratitud. Te dirá frases como: «Esa vez me ayudaste mucho», «tú lo sabes hacer muy bien», «no sé qué haría sin ti», «es que en ti puedo confiar»… Al fin y al cabo, le acabas haciendo el mismo favor que a las personas del primer grupo, pero, al menos, te lo agradecen.

La costumbre de pedir

Existen algunos grupos de personas a los que puede resultar peligroso, por así decirlo, hacerles favores. Por ejemplo, existe la típica persona que va por el mundo pidiendo un favor, en forma de dinero, aunque a menudo en cantidades pequeñas, a casi todo el que se cruza en su camino. Son personas a las que todo el mundo conoce y está al corriente de esta costumbre. Lo que sucede es que ya te ha pedido en alguna ocasión y tú no le has querido dejar dinero; pero un día, quizás porque te ha hecho lástima, tal vez porque solo te ha pedido una pequeña cantidad, quizás porque… No sabes muy bien por qué razón, pero le acabas dejando esa pequeña cantidad. Conclusión: Ya la has pifiado. Basta con hacerlo una vez, una única vez, para pasar a formar parte del pequeño núcleo de personas que ya sabe que le pueden dejar dinero. Y una vez has pasado a formar parte de ese club resulta muy difícil salir de él. Basta con hacerlo una sola vez para verte “obligado”, a partir de ese momento, a hacerlo de vez en cuando, cuando esa persona quiera, porque ya te ha atrapado en su red de víctimas consumadas. Y para que le sigas dando, a menudo empleará alguna técnica, desde intentar encontrar un tema en común que os guste a ambos del que poder hablar, hasta decirte que te los devolverá en breve… Porque habría que tener presente que cuando he comentado que le “dejas” dinero, en realidad me refería a que le “das” dinero; porque ya puedes tener por seguro que ese dinero, poco o mucho, el que sea, ya no lo verás más. La falacia de que te lo devolverá te la puedes creer o no, esto ya forma parte de la inocencia de cada persona.

Y existe una cuestión que siempre me he preguntado, y es que no sé si estas personas realmente necesitan el dinero o si se trata de una costumbre que no pueden dejar de hacer, como si de una adicción se tratara.

Saber pedir un favor

Al contrario de las personas que forman parte de los grupos mencionados anteriormente, existen personas a las que les cuesta mucho pedir un favor. A veces es por vergüenza, en algunas ocasiones es por falta de confianza, a veces porque creen que solo las personas débiles piden favores, quizá sea porque no quieren reconocer que necesitan ayuda… Estas personas deberían aprender de aquellas. Las anteriores podrían dar clases de cómo hacerlo y estas tendrían la oportunidad de aprender de verdaderas personas expertas.

El resto de personas

Cabe decir que no todas las personas que nos encontraremos que nos soliciten un favor formarán parte de alguno de los grupos comentados. Existen personas que solo piden un favor cuando lo necesitan realmente. Y también existen personas que si les dejas dinero te lo devuelven. Quizás estas personas son la norma y los grupos comentados anteriormente son la excepción; al menos, me gustaría creer que es así.

Conclusión

Sería bueno que el hecho de que existan personas, conozcamos a pocas o muchas, que forman parte de los grupos comentados, no nos hiciera perder la ilusión de hacer un favor a una persona que lo necesita, siempre que esté dentro de nuestras posibilidades, sean económicas, físicas o mentales.


Y tú, ¿qué piensas?

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Una biblioteca no es un conjunto de libros leídos, sino una compañía, un refugio y un proyecto de vida”.

Arturo Pérez-Reverte (nacido en 1951). Escritor y periodista español.


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Tener suerte

Algunas definiciones de suerte son las siguientes:

1. Encadenamiento de sucesos considerado como fortuito en tanto que decide la condición buena o mala procedente a cada persona.

2. Buen o mal éxito en una cosa.

3. Azar al que se confía la decisión de algo.

4. Resultado positivo de un suceso poco probable.

5. Es lo que sucede más allá del control de una persona.

Algunos sinónimos de suerte son: Fortuna, azar, casualidad, destino, estrella…

De una forma más coloquial, podríamos decir que tener suerte es que las cosas salgan bien. Cuando una persona se dice que ha tenido buena suerte en una tarea, significa que le ha ido bien. Por el contrario, cuando se dice que una persona ha tenido mala suerte en una tarea, significa que ha salido mal. Así, la suerte puede ser buena o mala, en función de lo que suceda.

Que una persona haya tenido suerte en una cuestión no significa que tenga suerte siempre. Puede que tenga suerte en alguna o algunas circunstancias y no en el resto. Y viceversa, que una persona no tenga suerte en alguna o algunas situaciones, no quiere decir que siempre le salga todo mal. Pero a veces conocemos personas a las que casi todo les sale bien (consideradas personas afortunadas) y otras personas a las que casi todo les sale mal (consideradas personas gafes).

Hay quien afirma que la suerte se la busca o se la hace cada uno, lo que viene a decir que si te esfuerzas existen más probabilidades de que esa tarea te salga bien, es decir, que tengas buena suerte en esa circunstancia.

Visión subjetiva de la suerte

Pero, como sucede en tantas situaciones de la vida cotidiana, las cosas no suelen ser blancas o negras, sino que existen muchos matices. También respecto a la suerte. Aquello que para una persona puede suponer haber tenido mucha suerte, otra persona puede considerarlo solo un poco de suerte, o incluso un hecho normal. Por ejemplo, habrá quien si le toca la lotería, aunque sea una cantidad no muy grande, pensará que ha tenido suerte. En cambio, otra persona pensará que no es suerte porque solo habrá ganado un poco y la persona no se ha hecho rica.

Visión objetiva de la suerte

Para intentar medir si una circunstancia ha sido suerte o simplemente ha sido un resultado normal, entraría en juego la cuarta definición antes mencionada (resultado positivo de un suceso poco probable). Porque una aproximación racionalista a la suerte incluye la aplicación de las leyes de la probabilidad. Es decir, que quizá, si queremos basarnos en cuestiones científicas, deberíamos calcular la probabilidad de que ese suceso ocurra. Y si la probabilidad era baja o muy baja y, aun así, ese suceso ha ocurrido, significará que ha habido suerte. Pero ante todo deberíamos ponernos de acuerdo en fijar algunos parámetros, como, por ejemplo, a partir de qué número se considera baja una probabilidad.

La suerte y el destino

La suerte no existe solo en los juegos de azar, sino que puede aparecer (o no) en múltiples circunstancias de la vida. Por ejemplo, encontrar a una pareja con la que tengas mucha afinidad puede ser considerado como haber tenido suerte. En esta y otras circunstancias hay quien puede relacionar la suerte con el destino. Y aquí se mezclan ambas cuestiones. Habrá quien dirá que es suerte, otros dirán que ha sido el destino quien ha unido a esas dos personas.

Búsqueda de la suerte

La suerte la quiere todo el mundo, la busca todo el mundo. Por esta razón, desde tiempos inmemoriales las personas han intentado, mediante muchas y diversas formas, atraer a la suerte. Hay quien la busca cada semana jugando en alguno de los numerosos juegos de azar que existen. Porque siempre resulta agradable tener suerte.

Algunas otras formas conocidas son las siguientes:

1. Buscando un trébol de cuatro hojas.

2. Llevando encima una pata de conejo.

3. Colgando una herradura sobre la puerta.

4. Llevando siempre encima algún amuleto, es decir, un objeto que aquella persona considera (sin base científica alguna) que le proporciona suerte.

5. Volviendo a ponerse los mismos calcetines (u otra prenda) que llevaba puestos un día en que consideró que había tenido suerte.

La suerte en la historia

Desconozco cuándo apareció en la civilización el concepto de suerte. Quizá fue cuando un homínido primitivo se vio involucrado en un incidente peligroso del que salió ileso. Había tenido suerte.

Existen una serie de creencias espirituales sobre la suerte. Aunque varían mucho, la mayoría coincide en pensar que se puede influir en la suerte con medios espirituales, es decir, realizando ciertos rituales o evitando ciertas situaciones.

Algunas culturas y religiones ponen el énfasis en la habilidad de las personas para atraer la suerte por medio de rituales. Sin embargo, las religiones judía, cristiana y musulmana creen más en la voluntad de un ser supremo que en la suerte como principal influencia en los sucesos futuros.

La suerte en la psicología

En psicología se le llama suerte a todas aquellas cosas que no podemos predecir, explicar o controlar.

La suerte es una creencia del ser humano y como creencia, desde el punto de vista psicológico, no existiría la buena o mala suerte. Decimos que hemos tenido buena suerte cuando hemos obtenido el resultado deseado y mala suerte cuando no ha sido así.

Conclusión

El concepto de suerte está muy presente en nuestra cultura. Son frases utilizadas muy a menudo las siguientes: Qué suerte has tenido. Que tengas mucha suerte. ¿Has visto qué suerte tiene esa persona?

Y la búsqueda de la suerte, cada uno con los medios de que disponga, seguirá teniendo lugar por los siglos de los siglos.


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Un libro cerrado es solo un bloque de papel”.

Walter Benjamin (1892-1940). Filósofo y crítico literario alemán.


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Fracasar

Lo primero que deberíamos preguntarnos es qué significa “fracasar”. Y encontramos dos acepciones en las que “fracasar” es definido como “no tener éxito”. La diferencia entre ambas acepciones radica en que la primera se refiere a la ausencia de éxito de una persona y la segunda acepción hace referencia a no tener éxito en un proyecto.

Personalmente, esta definición me provoca más dudas que certezas. ¿Significa esto que si no se ha tenido éxito se es, directamente, irreversiblemente, una persona fracasada? ¿No existe un punto medio entre el éxito y el fracaso? Si el fracaso es la ausencia de éxito, ¿el éxito es la ausencia de fracaso? ¿Puede decirse que se ha fracasado si no se ha intentado?

Fracasar como sentimiento subjetivo

Respecto a la primera acepción, la referida a las personas, soy de la opinión de que en muchos casos no se puede hablar de éxito o fracaso, sino de una situación intermedia, porque una persona que no ha tenido un éxito flagrante no significa que haya fracasado. Además, ¿quién es capaz de fijar siempre lo que es un éxito o un fracaso?

Me parece que en muchas circunstancias de la vida tener éxito o fracasar tendrá un cariz personal, es decir, que cada persona lo vivirá de una manera diferente. Con esto quiero decir que lo que para una persona puede ser un fracaso rotundo, para otra puede no serlo.

Respecto a la segunda acepción, la referida a una acción o un proyecto, en algunas situaciones es posible esta estricta dicotomía, es decir, o una cosa u otra. Por ejemplo, en un examen o has aprobado o suspendido, si tomamos como medida del éxito el hecho de aprobar y el fracaso como el hecho de suspender. Por eso, en algunos casos, cuando se ha intentado alguna acción y no ha salido bien, es decir, que no ha sido una acción exitosa, quizás sí se puede decir que se ha fracasado. Pero no creo que siempre sea así. No pienso que siempre, en todas y cada una de las circunstancias que se pueden vivir, se pueda diferenciar de forma tan drástica entre éxito y fracaso. No me parece tan fácil. Más bien, en la mayoría de casos, resultará más o menos difícil poder afirmar, de forma categórica, que se ha alcanzado el éxito o, por otra parte, se ha fracasado.

Fracasar es una palabra muy negativa, que hace sentir cuestiones adversas. Nadie quiere fracasar. Nuestro deseo es siempre tener éxito, aunque no siempre se consiga.

El fracaso como proceso

A menudo, nos fijamos en el resultado final de nuestras acciones, sin tomar en consideración otras variables que pueden resultar fundamentales para nuestro aprendizaje. Puede que, en ese momento, sentimos que hemos fracasado, pero aquel quizás solo ha sido un pequeño obstáculo que no hemos podido vencer en ese momento; tal vez se trataría de una batalla perdida. Pero todo lo que hemos aprendido en esta batalla, seguro que en el futuro nos servirá para ganar la guerra. Las estrategias elegidas y las decisiones tomadas nos ayudarán en el futuro.

El fracaso parece necesario en el proceso de aprendizaje, porque resulta muy complicado ganar la guerra nada más empezar. A menudo necesitaremos aprender antes de vencer.

Tal y como dijo Burrhus Frederic Skinner, psicólogo y filósofo estadounidense, “un fracaso no es siempre un error; puede ser simplemente lo mejor que se podía hacer en esas circunstancias. El verdadero error es dejar de intentarlo”. Esta frase incluye dos consejos importantes. El primer consejo es que no siempre se estará en disposición de obtener el éxito, y menos al principio. Aunque no se crea en el destino, sino en el libre albedrío de los seres humanos, lo que es innegable es que las circunstancias que rodean a una persona pueden influir, en cierto modo, en su capacidad para alcanzar el éxito. Sin embargo, no significa que esté abocado a un fracaso seguro. Quizás solo significa que lo tendrá más difícil, que tendrá que esforzarse más. Pero si lo intenta con todas sus fuerzas, tendrá alguna opción de conseguirlo. El segundo consejo es sobre el hecho de intentarlo. El miedo al fracaso a menudo nos lleva a no intentarlo. Y lo que es seguro es que si no se intenta, no se va a conseguir. Por eso, el primer paso para el éxito es intentarlo, aunque sea a nuestro modo y con los medios de que disponemos. Pero intentarlo puede significar tener que salir de nuestra zona de confort. Y esto no siempre es fácil.

Hay personas que antes de empezar a intentarlo quieren tener todas las circunstancias bajo control. Quizás no se den cuenta de que nunca se puede tener el control de todo, de absolutamente todo. Esto es imposible. Solo podemos controlar una parte de lo que puede sucedernos, pero, aunque no nos guste mucho, siempre quedará un espacio para la incertidumbre.

El hecho de intentarlo es lo que va conformando nuestra persona. Somos la unión de los fracasos y de los logros, los cuales, unidos a nuestros aprendizajes, van formando nuestra persona.

Conclusión

No intentarlo significa no experimentar, no fracasar, pero no aprender. Sería deseable intentar ver el fracaso como una oportunidad de ir aprendiendo, de crecer. Y deberíamos tomarnos el fracaso como un paso previo. Es decir, que cuantas más veces fracasamos puede significar que más cerca estamos del éxito, dado que a cada fracaso vamos aprendiendo cuestiones que, tarde o temprano, nos ayudarán a alcanzar el éxito. Solo es cuestión de tiempo y de aprendizaje.


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Los libros son una incomparable magia portátil”.

Stephen King (nacido en 1947). Escritor estadounidense.


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Envidia

La palabra envidia proviene del latín “invidere”, compuesta por “in”, que significa “hacia dentro” y “videre”, que significa “ver”, “mirar”. Por tanto, la envidia sería mirar hacia adentro, pero con mala mirada, con hostilidad.

Otras definiciones de envidia podrían ser las siguientes:

– Sentimiento de tristeza o enfado que experimenta una persona que no tiene o desearía tener algo que otra persona posee.

– Pasión malsana que afecta más a la persona que la vive que a la persona que la despierta.

– Sentimiento o estado mental en el que existe dolor o desgracia por no poseer lo que tiene otra persona, sea bienes, cualidades superiores u otra clase de cosas tangibles o intangibles.

En la mitología griega, Eris era la diosa de la discordia y representación de la envidia. Era hija de la venganza y de los celos, es decir, era la fusión de Némesis y Ptono.

El filósofo griego Aristóteles definió la envidia como el dolor ante la visión de la buena fortuna de otra persona, provocado por aquellos que tienen lo que nosotros deberíamos tener.

Bertrand Arthur William Russell, filósofo, matemático y escritor británico (ganador del Premio Nobel de Literatura), dijo que la envidia era una de las causas más potentes de la infelicidad.

Jacques Lacan, psiquiatra y psicoanalista francés, decía que la envidia no se trata de desear el objeto que otra persona tiene, lo que la otra persona es, sino que la envidia se dirige al disfrute que le suponemos a la otra persona por tener ese objeto y no a lo que sabemos racionalmente.

En la actualidad, se intensifica la sintomatología relacionada con la envidia promovida por imágenes de disfrute y placer en las redes sociales.

La envidia es constitutiva del desarrollo del psiquismo humano y debe encausarse a procesos de integración y unificación de nuestra personalidad.

Lo que está claro es que la envidia es un sentimiento, no es un diagnóstico, no es una enfermedad. Puede debatirse si es una patología, o hasta qué punto es una patología.

Es importante destacar que es el único sentimiento que no termina con la muerte de la persona envidiada. Se la sigue envidiando incluso después de muerta.

La envidia es como un gusano que te carcome, que te va carcomiendo por dentro durante parte de tu vida y, en un momento dado, puede que no puedas resistirlo más y pierdas el control de tu conducta.

Para detectar la envidia en nosotros mismos, podemos hacernos las siguientes preguntas:

¿Deseo tener los bienes materiales, intelectuales o físicos de otras personas?

¿Distraigo mis pensamientos en comparaciones sobre lo que tienen otras personas?

¿Alguna vez he deseado que otras personas no tengan sus bienes porque yo no los tengo?

Clases de envidia

Según algunas personas expertas, podríamos distinguir dos clases de envidia, la envidia maliciosa y la envidia benigna o envidia sana.

Envidia maliciosa. Es una emoción desagradable que hace que se quiera derribar a la otra persona.

Envidia benigna o sana. Aunque sigue siendo una emoción negativa, en el sentido de que resulta desagradable, podría proporcionar emulación, motivación de mejora, pensamientos positivos sobre la otra persona y admiración. Esta clase de envidia implicaría el reconocimiento de que otras personas son mejores y haría que la persona aspirara a ser igual de buena. Hay que decir que muchas personas expertas afirman que la envidia sana no existe en realidad y que no es otra cosa que admiración.

La envidia en el Cristianismo

La envidia es considerada por la Iglesia católica como un pecado capital porque genera otros pecados. El término capital no se refiere a la magnitud del pecado, sino a que da origen a otros muchos pecados y rompe el amor al prójimo que proclamaba Jesús.

El sexagésimo cuarto Papa de la Iglesia católica, San Gregorio Magno, fue quien seleccionó los siete pecados capitales. La soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza son las siete pasiones del alma que la tradición eclesiástica ha fijado como «pecados capitales». En contraposición a estos siete pecados capitales, existen las siete virtudes, cada una confrontada a un pecado capital y que, en orden, serían la humildad (en contraposición a la soberbia), la generosidad (en contraposición a la avaricia), la castidad, la paciencia, la templanza, la caridad y la diligencia.

La caridad, en oposición a la envidia, consiste en desear siempre bien a la otra persona. Y ese deseo o búsqueda del bien del otro puede llegar incluso a heroico cuando se procura el bien de la otra persona, antes o por encima del bien propio.

La Biblia incluye un suceso fruto de la envidia. El primer caso de envidia que podemos encontrar en la Biblia, lo encontramos en el Génesis. Se trata de la envidia que sintió un hermano sobre el otro hermano, es decir, la historia de Caín y Abel. Y esa envidia que sentía Caín sobre Abel era tal que lo llevó a cometer el primer homicidio de la historia, según la Biblia.

Curación de la envidia

Sabemos que muchas enfermedades tienen curación. Si son físicas, con medicamentos; si son psicológicas, con medicamentos y/o psicoanálisis. Pero si la envidia no es una enfermedad, sino un sentimiento, ¿significa esto que no tiene cura? ¿Las enfermedades se intentan curar y los sentimientos se intentan cambiar, alterar o mejorar? Las personas expertas discrepan al respecto.

Determinados especialistas afirman que la envidia es incurable. Pero otros consideran que puede modularse, sobre todo en aquellos casos en los que la persona envidiosa ya está en tratamiento psicológico por otras causas. Estas podrían asumir sus limitaciones, apreciar lo que tienen, no fijarse siempre en las demás personas y aprender a gestionar la frustración.

Para intentar eliminar la envidia, si es posible, hay quien recomienda seguir los siguientes cuatro pasos:

1. Reconocer la emoción y qué la provoca.

2. Observar qué comportamiento nos genera.

3. Focalizarse en uno mismo y no en los demás. No compararse.

4. Centrarse en las fortalezas propias, sin menospreciar el éxito de los demás.

Y tú, ¿qué opinas sobre la envidia?

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Nunca se acaba de aprender a leer. Tal vez como nunca se acaba de aprender a vivir”.

Jorge Luis Borges (1899-1986). Escritor, poeta y ensayista argentino.

Inocentes malas costumbres

Todas las personas tenemos costumbres. Cada una tiene sus propias costumbres. Quizás somos seres de costumbres.

A veces, se hace la diferencia entre buenas costumbres y malas costumbres. Una buena costumbre sería, por ejemplo, realizar ejercicio con regularidad. Otra sería llevar una dieta equilibrada. Respecto a las malas costumbres, estas podrían ser las que llamamos vicios, como fumar o comer demasiadas grasas.

También podríamos tomar en consideración otras costumbres, las cuales resultaría difícil calificar de buenas o malas costumbres, dado que no nos aportan mucho, ni bueno ni malo. Las podríamos llamar “costumbres inocentes”.

Pero no siempre son del todo inocentes. Y tal como intentaré demostrar a continuación, quizás podríamos definirlas como malas costumbres, al menos, como “inocentes malas costumbres”. Aunque después de lo que voy a exponer, el calificativo de inocentes me parece que sobrará.

La primera de estas costumbres que me viene a la cabeza es la de un hombre que tenía la costumbre de realizar cada día el mismo recorrido para ir al trabajo. Alguien pensará: “¿Y qué puede tener de malo?”. En principio, que lo haga una persona anónima no supone nada malo. Muchas personas realizan cada día el mismo trayecto de casa al trabajo. Pero si se trata de una persona pública, que lleva siempre escolta y que existe el peligro de sufrir un atentado… la cosa cambia. Me refiero a Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno de España en 1973. Parece que cada día recorría el mismo camino, el cual era conocido por sus enemigos, hasta que el 20 de diciembre de ese año un atentado puso fin a su vida.

Pero también me viene a la cabeza otra costumbre. Una costumbre que tienen miles de personas, a las que seguro que esta costumbre no les supondrá ningún perjuicio durante su vida. Pero hay una persona a la que sí perjudicó, y mucho, tanto a nivel personal como, sobre todo, a nivel profesional.

Es el caso del atleta español Bruno Hortelano (nacido en 1991). Dominador durante algunos años de la velocidad en España, obtuvo como máximo premio quedar primero en los Europeos de Atletismo del año 2016 en la prueba de los 200 m lisos. Ese mismo año, fue semifinalista olímpico, también en la prueba de los 200 m lisos. Tenía un futuro muy prometedor en el atletismo. Pero… ¿Qué sucedió? El día 5 de septiembre de 2016, cuando iba en un vehículo sentado en el asiento del copiloto, sufrió un accidente. La parte de su cuerpo que más sufrió fue la mano derecha. Y esto supuso casi el principio del fin de su carrera atlética. Alguien puede pensar: “¿Qué tiene que ver que sufriera heridas en la mano derecha con correr?”. Pues tiene que ver más de lo que pudiera parecer.

Pero, ante todo, me referiré a la inocente mala costumbre, o quizás no tan inocente, que lo originó todo. Al parecer, cuando iba de copiloto al vehículo, tenía la costumbre de sacar la mano derecha por la ventana del vehículo. Nunca ocurría nada, hasta que un mal día el vehículo sufrió un accidente y se lesionó algunos dedos de la mano derecha. Y su carrera atlética se detuvo.

En principio, podía parecer que todavía podía correr, a pesar de tener la mano derecha lesionada. Pero hay que tener en cuenta que en las carreras de distancias cortas (60 m, 100 m, 200 m) es muy importante la salida, en la que los atletas comienzan la carrera con las manos tocando el suelo y utilizándolas para darse impulso.

Bruno Hortelano, tras numerosas operaciones para intentar recuperar la movilidad de los dedos, volvió a la competición de alto nivel, pero, salvo algún éxito esporádico, nada ha sido como antes del accidente. A su regreso, una serie de lesiones (el tendón de Aquiles, pubalgia…) han continuado su sufrimiento. En una entrevista comentó que el accidente también le había provocado algún desajuste músculo-esquelético, lo que podría justificar estas lesiones.

¿Qué nos pueden indicar estas historias? ¿Que no debemos pasar siempre por el mismo sitio? ¿Que debemos vigilar dónde ponemos las manos? Quizás sí, o quizás no. Tal vez solo se trate de simples coincidencias. Quizá sean golpes de mala suerte. Habrá quien piense que se trataban de hechos que ya estaban prefijados en la existencia de estas personas, es decir, que en el destino ya estaba previsto que debían suceder.

Sea como fuere, tanto si pensamos que fue el destino, o la casualidad, o la mala suerte, quizás no estaría de más ser previsores y revisar nuestras “inocentes malas costumbres”.

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Lee. Todo lo que puedas tener en tus manos. Lee hasta que las palabras se conviertan en tus amigas”.

Karen Witemeyer, escritora estadounidense.

Cambiar de opinión

¿En qué consiste cambiar de opinión? De una manera simple, se podría decir que una persona cambia de opinión cuando primero ha expresado una opinión concreta y al cabo de un tiempo expresa una diferente. Pero esta definición me provoca algunas preguntas:

¿Es necesario que la nueva opinión sea totalmente contraria a la primera?

¿Es suficiente que ambas opiniones sean algo distintas?

¿Existe un período de tiempo en el que no se puede cambiar de opinión? Es decir, ¿que entre una opinión y otra diferente debe pasar un mínimo período tiempo? ¿O se puede decir una cosa y enseguida decir la contraria?

Bien, en teoría, todo es posible, tanto cambiar de opinión al instante, como hacerlo al cabo de unos minutos, de unas horas, de unos días, de unos meses, de unos años… Todo es posible.

Otra cuestión es si cambiar de opinión demasiado rápido se puede considerar, en el ámbito social, por ejemplo, como un hecho extraño.

Si tuviéramos que poner sobre el papel una especie de Constitución sobre el hecho de cambiar de opinión, algunos de los artículos que la formarían podrían ser los siguientes:

Artículo 1. Todo el mundo tiene derecho a cambiar de opinión.

Artículo 2. Todo el mundo tiene derecho a no cambiar de opinión.

Artículo 2.1. Todo el mundo tiene derecho a no cambiar de opinión porque es su creencia.

Artículo 2.2. Todo el mundo tiene derecho a no cambiar de opinión, aunque se haya comprobado que no tiene razón.

Artículo 3. Todo el mundo tiene derecho a no creerse a quien cambia siempre de opinión.

Artículo 4. Todo el mundo tiene derecho a no creerse a quien nunca cambia de opinión.

Tomando como base esta pequeña Constitución, podría decirse que, respecto al cambio de opinión, existen varias clases de personas, que serían las siguientes:

1. Personas que siempre cambian de opinión. Estas personas tienen la costumbre de ir cambiando de opinión. Tan pronto dicen una cosa como la contraria. Quizás son las personas más difíciles de comprender, dado que no parecen tener una opinión fija. En este grupo podríamos diferenciar dos subgrupos:

1. a) Personas que siempre cambian de opinión y lo hacen muy a menudo. Estas personas cambian de opinión tan a menudo, que nunca sabes lo que piensan. Resulta muy difícil estar al día de su último cambio de opinión.

1. b) Personas que siempre cambian de opinión, pero no lo hacen muy a menudo. De igual modo que en el subgrupo anterior, estas personas ya sabes con antelación que van a cambiar de opinión, pero también sabes que no lo hacen muy a menudo, sino que dejan pasar un tiempo entre una opinión y el cambio de esta. Dentro de este subgrupo quizás encontraríamos a las personas que, en un principio, expresan una opinión determinada, pero que, con el paso del tiempo, y después de pensar bastante, se dan cuenta de que no tenían razón y deciden cambiar de opinión. Pero también podrían formar parte aquellas personas que se podría decir que son de efectos retrasados, es decir, que dicen algo, pero después se lo repiensan, toman en consideración algunas cuestiones que primero habían pasado por alto, y al final cambian de opinión.

2. Personas que nunca cambian de opinión. Este grupo está formado por las personas que, desde el principio, desde que dan su primera opinión respecto a cualquier asunto, puedes estar seguro de que, por nada del mundo, van a cambiar de opinión. Este grupo también estaría formado por dos subgrupos:

2. a) Personas que nunca cambian de opinión porque es su creencia. Son personas que creen algo y, por mucho que lo intentes, aunque les proporciones infinidad de argumentos, nunca cambiarán de opinión.

2. b) Personas que nunca cambian de opinión, aunque se haya demostrado que no tienen razón. Este subgrupo está formado por las personas que no aceptan ningún tipo de argumento que les pueda hacer ver que no tienen razón. No hacen ningún caso. Se mantienen firmes en su opinión y no podrás moverlas de ella, pase lo que pase.

3. Personas que cambian de opinión de vez en cuando. Este grupo está formado por las personas que cambian de opinión quizás con cierta normalidad, es decir, que no cambian de opinión ni mucho ni poco.

Y tú, ¿cambias de opinión a menudo? ¿Solo de vez en cuando? ¿No cambias nunca de opinión?

Me gustaría conocer, sea cual sea, tu opinión.


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La Biblioteca es la más democrática de las instituciones, porque nadie puede decirnos qué leer, cuándo y cómo”.

Doris Lessing (1919-2013), escritora británica.

Saber decir no

A veces, pienso que saber decir no, cuando es necesario, es una cualidad que, desgraciadamente, no poseemos todas las personas. Quizás podría decirse que es una especie de arte, el cual algunas personas dominan a la perfección, mientras que otras desconocen totalmente.

Se trata de una cuestión que puede parecer superflua, pero que no lo es tanto. Porque a menudo, en nuestro día a día, nos encontramos en diversas situaciones en las que saber decir un “no”, sobre todo en el momento preciso, nos puede evitar muchos quebraderos de cabeza futuros. Pero precisamente aquí está el quid de la cuestión, en saber decir no cuando “toca”, no demasiado pronto, cuando todavía no nos han propuesto nada, porque parecería demasiado exagerado, como si nos estuviéramos curando en salud, y quedaría demasiado forzado; pero tampoco es bueno, quizás aún es peor, decir que no demasiado tarde. Porque si, en un principio, decimos que sí, después resultará muy difícil poder decir que no. Y si conseguimos decir que no, será demasiado tarde. Y habremos perdido toda nuestra credibilidad.

Respecto al tema que tratamos, podríamos decir que existen tres clases de personas:

– Personas que siempre dicen que no. Estas personas tienen la costumbre de decir que no, tanto si les pides un favor, aunque sea pequeño, como si les imploras ayuda, como en otras situaciones. Tienen la costumbre de decir que no y no puedes hacerlas cambiar de parecer. Pero en este grupo podríamos diferenciar dos subgrupos:

– Personas que siempre dicen que no y siempre quedan bien. Estas personas, valga la redundancia, personificarían el punto álgido, la cima, del saber decir no. Son personas que, aunque digan siempre que no, siempre quedan bien. Este es el punto donde se produce la cuadratura del círculo, es decir, que consiguen quedar bien. Son las personas que saben llevar ese arte hasta el punto máximo de la excelencia. Serían las personas de las que deberían tomar ejemplo las que forman los demás grupos. Serían las personas a seguir. Serían dignas de impartir cursos explicando cómo lo hacen.

– Personas que siempre dicen que no, pero no quedan bien. Estas personas se encuentran a medio camino de la excelencia. Solo les falta saber cómo quedar bien haciendo lo que hacen, es decir, decir siempre que no. Quizás con el tiempo aprendan a hacerlo. Tal vez todo dependa de la práctica.

– Personas que nunca dicen que no. Este grupo está formado por las personas que deberían aprender de las que forman el anterior grupo. Porque decir siempre que sí no puede llevar a nada bueno. Nunca decir que no supone que a menudo otras personas se aprovechen de ti. Porque la especie humana, al menos en teoría, parece estar hecha para aprovecharse, siempre que se pueda, de las demás personas. A veces, resulta difícil encontrar a una persona que, pudiéndolo hacer, no se aproveche de otra. Las personas de este grupo son las que pagarían gustosamente por poder ir a los cursos que podrían impartir las personas que siempre dicen que no y siempre quedan bien.

– Personas que a veces dicen que no. Este grupo está formado por las personas que dicen no cuando conviene. Son las que saben elegir el momento en el que es necesario decir no.

Respecto al saber decir no, hay una cuestión que siempre me ha intrigado. Me parece que se trata de una forma de actuar inherente a la especie humana. Supongamos el caso de una persona que siempre dice que sí, que pertenece al grupo de personas que no saben decir no. Y todo el mundo que la conoce sabe a la perfección, por experiencia propia, que nunca de la vida, pero que nunca, nunca, dirá no. Todo el mundo sabe que nunca dice no y todo el mundo espera que siga siendo así. A nadie se le ocurre que algún día pueda decir no. ¿Qué sucederá si, un buen día, por los motivos que sean (la luna, un eclipse, una alineación planetaria…) no se le ocurre otra cosa que decir no? ¡Dios nos salve! Según el talante de la especie humana, creo que esto es lo peor, o casi, que se puede hacer en la vida. Si esto sucede, todo el mundo (o casi todo el mundo) reaccionará de la misma manera. Todo el mundo se le echará encima, como si hubiera cometido un delito, pero no un pequeño delito, sino casi el mayor delito que pueda existir. Pero, ¿por qué razón reaccionarán así las demás personas? ¿Que no tiene derecho a decir que no? En principio, parecería que, como el resto de personas, sí tiene derecho a decir no; pero la idiosincrasia humana parece negarle esa posibilidad. ¿Por qué? Quizás porque, a base de decir siempre que sí, había sentado un precedente que se había convertido en una especie de ley, casi una ley divina, que no podía saltarse.

Y tú, ¿qué opinas?

¿Te has encontrado alguna vez en alguna de las situaciones comentadas?

¿A qué grupo de personas crees que perteneces?


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Cuando una persona escribe se da cuenta de lo difícil que es escribir incluso una novela mala

Esther Tusquets (1936-2012), editora y escritora española.

Culpabilidad

Concepto de culpabilidad

La culpabilidad es un sentimiento negativo que tiene una persona cuando considera que ha actuado mal. Se trata de una sensación subjetiva, que puede ser real o no, que depende de los propios valores de cada persona y de lo que ella considera bueno o malo.

En Sociología, parece que esta culpabilidad se basa en el miedo a un castigo o sanción social, en forma, tal vez, de desprecio o de reproche. Por tanto, estaría relacionada con la autoestima y el miedo a perder el afecto social de otras personas.

Pero antes de continuar, habría que saber qué es la culpa, palabra de donde proviene la culpabilidad.

Concepto de culpa

La culpa es una emoción que nos hace sentir mal, que ocasiona un doloroso efecto. Funciona como un sistema de alarma interno que surge de la conciencia o sensación de haber hecho algo mal hecho, de haber transgredido alguna norma, sea personal, ética o social; sobre todo cuando, fruto de esta conducta, alguna persona ha salido dañada.

La culpa es un sentimiento que podemos percibir a consecuencia de una mala conducta o de un pecado, que ha transgredido nuestros principios morales o creencias. Porque la culpa está muy relacionada con la tradición judeocristiana, al hecho de obrar en oposición a la moral convenida.

Pero la culpa puede redimirse, dado que muchas culturas tienen mecanismos de expiación para aliviar el sentimiento, como la reparación a la víctima, el castigo o penitencia y la confesión.

El filósofo Martin Buber diferenció entre la noción freudiana de culpa, basada en conflictos internos, y la culpa existencial, basada en daños reales ocasionados a otras personas.

El concepto que me resulta más importante es el de la subjetividad. Aquí es donde creo que está el quid de la cuestión. La subjetividad es la que explica que no todas las personas, frente a una misma conducta, se consideren culpables.

Se podría decir que, respecto a cómo se toman la subjetividad de la culpa, existen tres clases de personas:

– Personas que a menudo se sienten culpables. En este grupo encontraríamos a aquellas personas que se sienten culpables a menudo, seguramente más a menudo de lo que podríamos considerar como normal. Se trataría quizás de un sentimiento patológico de culpabilidad.

– Personas que nunca se sienten culpables. Este grupo estaría formado por aquellas personas que se sienten culpables muy rara vez, o quizás nunca. Tampoco podría considerarse como dentro de la normalidad. También, aunque en el otro extremo del grupo anterior, podría considerarse un sentimiento patológico. Las personas psicópatas parecen no sentir las emociones sociales, como la culpa.

– Personas que se sienten culpables a veces. Este grupo de personas, situadas en un punto medio, serían las que podríamos considerar que se toman la culpabilidad con mayor normalidad. Seguramente, son las personas que se sienten culpables cuando han hecho algo mal hecho sin caer en los extremos.

Respecto al tema de la culpa, se podría decir que los extremos son peligrosos y en el centro es donde encontraríamos la normalidad, es decir, que tanto el hecho de no sentir nunca culpa como el hecho de sentirla demasiado a menudo, nos debería de poner en alerta y hacernos dar cuenta de que algo no funciona bien. En cambio, sentir culpa de vez en cuando sería una conducta plenamente normal.

Responsabilidad

Como he comentado antes, el concepto de culpa está muy relacionado con la tradición judeocristiana. En contraposición, existe el concepto de responsabilidad, que es un valor humano que se caracteriza por la capacidad de las personas de actuar de la forma correcta, o de acuerdo con lo esperable. Así pues, por ejemplo, cuando a una persona le decimos «esto ha pasado por tu culpa», quizás sería mejor decirle «esto ha sido tu responsabilidad».

Hay quien sostiene que el concepto de culpa tiene su origen en la cultura sumeria y en el diseño del pecado original para evitar el desarrollo de las personas como seres individuales.

De la culpa, también se podría decir que es una pesada carga que, una vez te la has puesto encima, resulta difícil deshacerte de ella. Y llevarla encima cuesta mucho. Por eso, lo ideal sería no tener que cargar con ella o, al menos, hacerlo el mínimo número de veces, las indispensables.

Y tú, ¿qué opinión tienes sobre la culpabilidad?

Puedes comentarlo a continuación.


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Atesora los libros, incluso si no planeas leerlos enseguida. Nada es más importante como los libros que todavía están por leer”.

Austin Kleon (nacido en 1983), escritor estadounidense.

El límite de la paciencia

La sabiduría popular afirma que la paciencia tiene un límite, pero ¿dónde se encuentra ese límite? Y cuando el límite se sobrepasa, ¿qué sucede?

Para definir la paciencia encontramos tres principales acepciones:

  1. Virtud o cualidad de saber soportar sin perturbación del ánimo los infortunios, ofensas y trabajos.
  2. Cualidad de quien soporta con calma la espera de algo que tarda, la duración de un trabajo.
  3. Virtud cristiana opuesta a la ira.

En el mundo, como sucede en otros muchos aspectos cotidianos, hay personas que tienen mucha paciencia, otras que tienen poca, algunas que tienen muy poca…

El hecho de que una persona tenga más o menos paciencia tendrá que ver con un grupo de factores entre los que, solo a modo de ejemplo, podrían citarse el carácter, la sensibilidad, la experiencia, situaciones vividas en el pasado. · Estas cuestiones, mezcladas, pueden modelar nuestra personalidad y, por tanto, pueden fijar un límite a nuestra paciencia.

Todo el mundo conoce a personas que tienen mucha paciencia, que incluso consideramos que tienen demasiada, es decir, que aguantan demasiadas ofensas. Y en el otro extremo, también todo el mundo conoce a personas que tienen poca paciencia, que no aguantan ni la menor ofensa. Pero en esta publicación no quisiera iniciar un debate sobre qué es mejor, tener o no paciencia. Supongo que cada uno tendrá su propia opinión.

En esta publicación quiero referirme al límite de la paciencia y a lo relacionado con este límite. Por tanto, me refiero a la primera acepción de las tres planteadas al inicio. Y, sobre todo, me referiré a las ofensas. Aunque en lugar de ofensas también pueden ser desprecios, insultos, vejaciones, agravios, injurias… Todas estas palabras están relacionadas con el límite de la paciencia.

Tanto si se tiene mucha paciencia como si se tiene poca, el hecho de que se vaya llegando al límite depende del número de ofensas recibidas. Aquellas personas que tienen poca, llegarán pronto al límite, cuando hayan recibido pocas ofensas. Y en el otro extremo, las personas que tienen mucha aguantarán un gran número de ofensas antes de llegar a “su” límite.

Sea como fuere la persona, es indudable la relación existente entre el límite de la paciencia y el número de ofensas. Se podría decir que la paciencia es inversamente proporcional al número de ofensas recibidas.

Para intentar visualizar mejor esta situación, podemos imaginar un vaso vacío, que vendría a ser la capacidad que tenemos de aguantar ofensas. Quien tenga más paciencia tendrá un vaso mayor y quien tenga menos tendrá un vaso más pequeño. Pues cada ofensa podría ser como una gota que va llenando el vaso. Más despacio o más deprisa, depende de cada persona, el vaso se va llenando de ofensas, insultos, injurias…, hasta que el vaso se derrama. En ese momento, se ha llegado al límite de nuestra paciencia. Y entonces, ¿qué sucede? Esto también dependerá de cada persona. Habrá quien se quejará de forma ostensible y quien solo se quejará un poco. Pero en ambos casos se habrá sobrepasado el límite de la paciencia.

En ese punto, me gustaría fijar la atención en el punto de vista de la persona que te ha ido ofendiendo hasta hacerte llegar al límite de tu paciencia. ¿Qué pensará esa persona en ese momento? En la mayoría de los casos, la persona no se habrá dado cuenta del elevado número de ofensas que te ha hecho. Y cuando tú le recriminas, después de haber soportado cien ofensas o desprecios, te pregunta toda extrañada: ¿Por eso te has enfadado? Y tú le deberías responder: “Por eso y por las noventa y nueve ofensas anteriores”. Porque la otra persona solo tiene presente, a lo sumo, la última ofensa. Pero tú has llenado tu vaso con aquella y las noventa y nueve injurias anteriores. Con noventa y nueve no habría pasado nada, no te habrías atrevido a quejarte. Pero la que ha hecho cien ha provocado el derrame del vaso, has llegado al límite de tu paciencia. Parece extraño que ambas personas vivan este proceso desde puntos de vista tan diferentes, pero, por desgracia, suele ser así.

Otro aspecto a destacar es que las personas que suelen ofender a menudo, sin ser conscientes de ello, suelen ser las personas que tienen el límite de la paciencia más bajo. Parece un contrasentido, porque si tiene la capacidad de ofender sin pensar que sea algo grave, también debería ser capaz de aguantar, dado que para esa persona las ofensas no son grandes. Pero no, además de ofender a menudo, también se sienten ofendidas enseguida.

También me gustaría comentar un aspecto que me resulta bastante misterioso y que está relacionado con las personas que tienen la costumbre de ofender (despreciar, insultar, denostar…) a menudo. Se trata del comportamiento de las personas que le rodean. Si una persona ofende a menudo, lo normal sería que sus amistades se lo comentaran, dado que seguramente ellas son las personas que han recibido más ofensas. Pues no, nada más lejos de la realidad. Si lo comentas con estas personas, te dicen, refiriéndose a la persona que ofende: «Es que ella es así». Y yo me pregunto, ¿qué significa lo de “es que es así”? ¿Significa, tal vez, que tiene derecho a ello? ¿Qué posee una bula papal que le permite ofender sin pagar ninguna consecuencia? ¿Qué ha hecho esta persona para ser merecedora de tal beneficio? Normalmente, esto significa que esa persona a menudo ofende, pero que no tiene la menor intención de cambiar. Ya le está bien ser así, y más si tiene el consentimiento explícito de las personas de su alrededor, que la defienden diciendo lo de «es que es así».

Pero, ¿qué sucede si tú, que eres una persona que no sueles ofender, tienes un mal día y dices una palabra más alta que la otra? Pues que las mismas personas que defienden a la persona que ofende se te tiran encima, como si se trataran de hienas hambrientas que llevan días esperando su prisa. Y a nadie se le ocurre defenderte, diciendo lo de “es que es así”. Pero lo cierto es que no es de extrañar que no te defiendan porque, en realidad, no se puede decir de ti que «eres así», porque está claro que tú «no eres así». Por eso, no pueden decirlo, porque estarían faltando a la verdad. Así que solo pueden optar por la opción de atacarte. En este caso, se podría utilizar el refrán “por un perro que maté, mataperros me llamaron”, que significa que porque has hecho una vez una cosa, ya te tratan como si lo hicieras siempre. En cambio, a la persona que lo hace a menudo se le perdona «porque es así».

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La lectura, como el amor, es la piedra ideal para afinar el alma”.

Paul Desalmand (1937-2016), escritor francés.

Negación

Si la negación es el acto de negar, ¿qué significa la palabra negar? Pues tiene tres principales acepciones, que son las siguientes:

1. Decir que algo no existe, no es verdad o no es como alguien cree o afirma.

2. Decir que no a lo que alguien pide o pretende.

3. No reconocer el parentesco, la amistad o la relación con otro. En este caso, el ejemplo clásico sería que san Pedro negó a Jesús tres veces.

En esta publicación me referiré a la primera acepción, según la cual que una persona sea negacionista significa que dice que algo no existe, no es verdad o no es como alguien cree o afirma.

Ser negacionista

El hecho de que una persona pueda considerarse negacionista a menudo significa que es contraria a la versión que podríamos definir como mayoritaria u “oficial”, si eso significa algo. Precisamente, este asunto de la oficialidad es lo que hace que a menudo las personas negacionistas también sean tildadas de conspiranoicas, porque se atreven a poner en entredicho la versión oficial, no se la creen y piensan que existe una explicación alternativa, la verdadera, que las autoridades nos esconden; como si se tratara de una conspiración, quizá dirigida por las élites que manejan el mundo desde las sombras, de forma oculta.

La palabra negacionista se puso de moda a raíz de la pandemia de la Covid-19, para referirse a aquellas personas que no estaban de acuerdo con algunas cuestiones que explicaban las autoridades. Por ejemplo, podían no estar de acuerdo con el origen que las autoridades comunicaban. También se tildaron de negacionistas aquellas personas que no querían someterse a la vacunación contra la Covid-19.

Debe tenerse en cuenta que la negación de una tesis puede ser total o parcial, dependiendo de si se está en contra de la totalidad o solo de una parte de las explicaciones oficiales.

Aunque a menudo pueda parecerlo, que la mayoría de personas piensen de la misma manera o compartan una misma visión de un hecho concreto, no significa, al cien por cien, que estén en posesión de la verdad; aunque en muchos casos la mayoría tenga la razón.

Tanto quien niega una cuestión como quien la afirma piensan que están en posesión de la verdad; pero, en realidad, ¿quién tiene la razón? ¿Y el hecho de tener la razón siempre es sinónimo de estar en posesión de la verdad, de la verdad absoluta? Supongo que depende de cada caso distinto, porque cada uno tendrá sus peculiaridades. Y como actos diferentes, cada uno deberá tomarse en consideración de forma individual.

El negacionismo en la historia

El hecho de ser negacionista, de por sí, me parece que no se puede considerar ni bueno ni malo, ni positivo ni negativo; sobre todo teniendo en cuenta que negacionistas ha habido siempre.

A lo largo de la historia, se pueden encontrar numerosos casos de personas que han llevado la contraria, de forma más o menos feroz, a alguna tesis oficial, y la historia, tarde o temprano, se ha encargado de darles la razón. En algunos casos, desgraciadamente, estas personas no han vivido lo suficiente para ver cómo se les concedía esta razón, de forma póstuma, seguramente gracias a avances científicos o tecnológicos.

El ejemplo más flagrante sería el protagonizado por Nicolás Copérnico y Galileo Galilei, que se empeñaron en contradecir la versión oficial del momento, que afirmaba que el Sol giraba alrededor de la Tierra.

Copérnico, después de casi veinticinco años de trabajo, el 1543, poco antes de morir, publicó la obra “De revolutionibus orbium coelestium” (“Sobre las revoluciones de los orbes celestes”), donde exponía el modelo heliocentrista, uno de los eventos más importantes de la historia de la ciencia, que desató la revolución copernicana. El hecho de morir poco después hizo que no le juzgaran.

Un caso muy distinto fue el que le sucedió a Galileo Galilei, quien abrazó la teoría heliocéntrica de Copérnico y en 1632 publicó la obra (Dialogo sopra y due massimi sistemi del mondo, tolemaico e copernicano) en forma de diálogo entre tres personajes: Salviati, quien representa las opiniones de Galileo y defiende la teoría de Copérnico; Segredo, quien hace las preguntas y se deja convencer por Salviati, y Simplicio, quien defiende la teoría geocéntrica de la tierra como centro del universo. El Santo Padre Urbano VIII aprobó la acción del Santo Oficio, que condenó a Galileo, quien se vio obligado a retractarse de su versión durante el juicio.

Sobre todo el caso de Galileo nos indica que en ocasiones puede resultar peligroso llevar la contraria a la versión oficial.

Tanto Copérnico como Galileo, no pudieron ser testigos de los hechos cuando la ciencia finalmente les dio la razón.

Pero el hecho de que un asunto haya sido plenamente confirmado por la ciencia, no implica forzosamente que todas las personas del mundo acepten esa versión. Por ejemplo, aunque no será un grupo muy numeroso, parece que hoy en día sigue habiendo personas que defienden que la Tierra es plana, y no redonda, como afirma la ciencia. A esta teoría se pueden agarrar estas personas porque se trata de una cuestión que no resulta posible observar a simple vista, es decir, que no se puede comprobar sin ayuda de la ciencia.

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El libro no es solo palabras o figuras sobre papel, sino todo lo que yo imagino mientras leo”.

Jostein Gaarder (nacido en 1952), escritor noruego.

Tener empatía

Si buscamos por internet la definición de la palabra empatía, podremos encontrar muchas, algunas de las cuales son las siguientes:

La empatía es la capacidad de comprender y compartir los sentimientos de otras personas.

La empatía nos permite ver las cosas desde la perspectiva de la otra persona en lugar de la nuestra.

La empatía es la intención de comprender el estado emocional de la otra persona, es la experiencia de entender la condición de la otra persona desde su perspectiva, lo que implica ponerse en su piel, sentir de verdad lo que la otra persona está experimentando, sobre todo cuando está pasando por un mal momento.

La empatía es la participación efectiva y, por lo general, emotiva de una persona en una realidad ajena.

En el aspecto lingüístico, empatía es una palabra que en griego antiguo estaba formada por dos partes, una con el significado de “dentro” o “en el interior” y la otra de “sufrimiento” o “lo que está sucediendo”.

Después de leer todas estas definiciones, si quisiéramos contarlo con nuestras propias palabras, de forma sencilla, se podría resumir en que la empatía es el intento de entender por lo que está pasando la otra persona, sobre todo cuando se trata de situaciones negativas. Hay que tener en cuenta que he señalado con negrita, de forma intencionada, la palabra intento. A esta cuestión me referiré al final de la publicación.

Según las personas expertas en la materia, existen diferentes clases de empatía, que son las siguientes:

  1. Empatía cognitiva. Implica ponerse en el sitio de la otra persona y así ver cómo piensa, para comunicarnos de manera efectiva.
  2. Empatía emocional. En ella se da una conexión instantánea, podemos sentir lo que la otra persona siente.
  3. Preocupación o solidaridad empática. Es el nivel máximo de empatía. Implica preocuparse por lo que piensa y siente la otra persona, pero al mismo tiempo hacer algo para mejorarlo. Es la verdadera virtud de la empatía, está en el beneficio de quienes nos rodean.

Al parecer, la empatía es una calidad innata de las personas, es decir, que todo el mundo es capaz de identificar las emociones de otras personas y compararlas con las propias. La diferencia está en el grado en que se posee esa calidad. Dicho con otras palabras, que todo el mundo tiene, pero mientras algunas personas tienen mucha, otras tienen muy poca. Esto sí que me cuadra con la naturaleza de los seres humanos. Todos conocemos a personas que enseguida parecen querer ayudarte, que intentan entender lo que te sucede (vuelvo a poner en negrita el verbo intentar). En cambio, también todos conocemos a personas que no es que no puedan entender lo que te pasa, sino que ni siquiera hacen el más mínimo esfuerzo para intentarlo. Como suele decirse, en el mundo hay personas de todo tipo.

Quizás te estés preguntando cuándo apareció el concepto de empatía. Pues es mucho más antiguo de lo que podríamos pensar. Se trata de un concepto que fue empleado por primera vez en 1873 por Robert Vischer, un historiador de arte y filósofo alemán, que utilizó la palabra einfühlung en su tesis doctoral, para abordar los sentimientos provocados por las obras de arte. Posteriormente, en 1903, el psicólogo Wilhelm Wundt utilizó el mismo término en el contexto de las relaciones humanas. Y en 1909 el también psicólogo Edward Bradford Titchener acuñó el término “empatía”, tal y como lo conocemos actualmente.

Como aumentar la empatía

Parece que se trata de una calidad que puede cultivarse y aumentar mediante la educación en valores, es decir, que cualquier persona puede aprender a ser empática, o a ser más empática. Y algunas formas de hacerlo son las siguientes:

  1. Pensar en la otra persona.
  2. Salir de nuestro mundo.
  3. Practicar la escucha activa.
  4. Leer entre líneas.
  5. Decir adiós a los prejuicios.
  6. Cultivar el interés genuino por los demás.
  7. Jugar a ponerse en muchas pieles.

Exceso de empatía

Así como puede parecer lógico querer aumentar la empatía, puede que no lo parezca tanto el querer reducirla. Pero esta visión cambia si tenemos en cuenta que hay personas que sufren el síndrome por exceso de empatía o desgaste por compasión. Estas personas son como una antena de largo alcance que absorben las emociones de su alrededor. Y si no se sabe gestionar tal sobrecarga de emociones, las personas se acaban poniendo tanto en la piel de los demás que es como si se envenenaran por exceso de compasión. Incluso pueden llegar a sentir culpabilidad por el dolor que experimentan las demás personas.

Se trata de un trastorno serio, de un sufrimiento muy agotador del que no se habla demasiado y que deberíamos conocer y tener en consideración. Por ejemplo, en el libro “Las mujeres que aman psicópatas”, de Sandra L. Brown, hay un aspecto que no puede dejarnos indiferentes. Es el caso de las personas que pueden llegar a entender (incluso justificar) el comportamiento psicopático de sus parejas. El exceso de empatía incapacita a estas personas para identificar con claridad que la persona que tienen ante sí las está maltratando y pueden llegar a inventarse sofisticadas justificaciones a los actos violentos.

Reflexión final

Para el final he dejado una reflexión que había iniciado hacia el principio de la publicación, cuando he destacado algunas veces el verbo intentar, escribiéndolo en negrita. Como he dicho, lo he hecho de forma intencionada. Y ha sido así porque siempre he pensado que existen situaciones o experiencias en la vida de casi cualquier persona que el resto de mortales, por mucho que lo intenten, si no las han vivido les resultará muy difícil de entender, por mucha empatía que tengan. Suelen ser vivencias dramáticas que la gran mayoría de personas, por suerte, nunca tendrán que sufrir, pero algunas personas tienen la desgracia de hacerlo. Precisamente, el carácter minoritario es lo que hace que la mayoría de personas no puedan hacerse realmente una idea de lo que supone haber sufrido esa situación. Solo lo conseguirán las personas que, con anterioridad, en mayor o menor medida, lo han sufrido. Dicho de forma resumida, que hay situaciones personales minoritarias que muchas personas, por mucho que lo intenten, nunca podrán entender. Lo intentarán, y eso solo es ya digno de mención (porque otros no harán ni el intento), pero en la mayoría de casos en eso se quedará, en un intento.

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El placer de leer es doble cuando se vive con otra persona con la que compartir los libros”.

Katherine Mansfield, pseudónimo de Kathleen Beauchamp (1888-1923), escritora modernista de origen neozelandés.

Respetar – Tener respeto

¿Te has preguntado en alguna ocasión qué significa exactamente “respetar/tener respeto”? Tanto si ha sido así, como si no, te invito a seguir leyendo.

La palabra respetar tiene varias acepciones, pero en esta publicación me referiré a las dos siguientes:

  1. Tener respeto a alguien o algo.
  2. Abstenerse de destruir, dañar a alguien o algo.

Asimismo, parece necesario saber también cómo se define la palabra respeto, que, entre otras acepciones, tiene las siguientes:

  1. Acción de considerar algo como algo que uno debe tener en cuenta.
  2. Consideración de la excelencia de alguna persona o algo que nos lleva a no faltarle.
  3. Consideración de la superioridad de fuerza de algo que nos lleva a no afrontarlo, a no exponernos en su acción.
  4. Sentimiento de consideración, de cariño, hacia alguien por razón de sus méritos, de la edad, del rango, etc.

Una vez expuestas estas definiciones, podemos empezar a hablar de una forma más amplia sobre el respeto.

Alguien podría pensar que no es necesario recordar qué es el respeto porque todo el mundo lo sabe. Quizá tenga razón, o quizás no. En muchas ocasiones no se puede dar por sentado todo lo que nos puede parecer lógico.

El respeto, en el sentido más amplio posible de la palabra, debería formar parte, de forma inseparable, de nuestra forma de ser y de actuar, es decir, que debería ser la base, una base firme, de nuestra conducta. Tanto es así, que el respeto es fundamental para una justa y pacífica convivencia entre todas las personas que formamos la sociedad. Porque la falta de respeto es la base de muchos conflictos. Se empieza perdiendo el respeto y se termina en peleas, conflictos (personales, familiares…) o, incluso, en guerras. Por eso es tan importante.

Respetar se podría decir que consiste en observar a las demás personas desde un prisma especial. No es suficiente con tolerar a las demás personas, es decir, con aceptar que existan, sino que hay que ir más allá.

Respetar las demás personas significa reconocer que también tienen derechos y valorar lo que nos diferencia. Es decir, que es necesario respetar las otras culturas, las otras formas de pensar, las otras creencias. Y todo esto, llevado a cabo por todas las personas integrantes de la sociedad, nos permite convivir en armonía.

La teoría, la mayor parte de las personas la conocemos, pero, desgraciadamente, algunas personas, sea de forma consciente o inconsciente, no la ponen en práctica.

Aunque a veces pueda parecer extraño, quizás porque estamos malacostumbrados, lo cierto es que se puede dialogar sin ofender, se puede debatir sin gritar, se pueden contraponer posturas sin insultar. Todo esto es posible; es más, debería ser habitual.

El respeto, en general, no solo debe tenerse hacia las personas desconocidas, sino también con las que tenemos cerca, una cuestión de la que a menudo podemos olvidarnos, dado que la confianza puede hacer perder el respeto. Deberíamos empezar a respetar a las personas que forman parte de nuestra familia, las amistades, las personas que forman el vecindario, las compañeras de estudios, las compañeras de trabajo… Estas personas son con las que pasamos más tiempo al cabo del día, y quizás son con las que perdemos más a menudo los modales, a las que nos enfrentamos o gritamos más pronto…

Pero el respeto no acaba ahí. Existe una persona a la que deberíamos respetar por encima de todo y de todos, una persona fundamental en nuestra existencia, en nuestro día a día, con la que más horas del día, con diferencia, pasamos. Se trata, nada menos, que de nosotros mismos. Porque el respeto a uno mismo es la base que nos ayudará a tener respeto a las demás personas. A menudo, una falta de respeto por la misma persona puede generar falta de respeto hacia las demás personas. Quizás quien no se respeta a sí mismo no puede respetar a nadie más. Si el respeto es básico en la convivencia con otras personas, más lo es con la persona con la que más tiempo compartimos.

Hasta el momento, me he centrado en el respeto hacia otras personas, pero no son los únicos seres que deberíamos respetar. Deberíamos hacer lo mismo con los animales, porque son seres vivos, que sienten y sufren; aunque puedan hacerlo de forma diferente. Y lo mismo o similar podría decirse de las plantas, que también son seres vivos.

Yendo más allá, también deberíamos respetar las “cosas”, porque, como rezaba la definición del principio, respetar también es abstenerse de destruir, de dañar, algo. Esto estaría relacionado con la naturaleza, con el medio ambiente y con todo lo que forma parte del planeta Tierra y hace posible la vida en él.

El objetivo final sería conseguir que todas las personas del mundo fueran íntegras, coherentes y respetuosas. Deberíamos avanzar para alcanzar el mayor respeto posible, en todas las dimensiones. Pero, para hacerlo posible, todo el mundo debe poner de su parte, su granito de arena, como suele decirse. Solo así, parece que será posible.

Si tienes ganas de decir la tuya, puedes dejar un comentario a continuación. Me gustará conocer tu opinión.


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Un libro es un sueño que tienes en tus manos”.

Neil Richard Gaiman (nacido en 1960), escritor británico.

Por favor

Actualmente, existen ciertas palabras o expresiones que pueden ser percibidas, por algunas personas, como antiguas u obsoletas. Se trata de palabras o expresiones que podría decirse que tienen como denominador común que forman parte de lo que antes se denominaba “educación”. “Por favor” sería un ejemplo. Otras serían “gracias” o “perdón”, a las que me referí en las publicaciones tituladas, respectivamente, “Dar las gracias” y “Pedir perdón”, las cuales recomiendo leer.

Pero ¿qué significa exactamente «por favor»? Se trata de una expresión que se utiliza para pedir con cortesía algo, es decir, que su uso más habitual es cuando se solicita algo o que otra persona realice alguna acción. Es una muestra de respeto y consideración hacia el esfuerzo de la otra persona.

Esta expresión puede verbalizarse tanto si la iniciativa de la solicitud es tuya como si proviene de la otra persona. Intentaré que se entienda mejor poniendo un ejemplo de cada opción.

  1. Si la iniciativa es propia. Es cuando pides a una persona que te haga un favor, sea de poca o de mucha importancia. Por ejemplo: Ayúdame con las bolsas, por favor.
  2. Si la iniciativa proviene de la otra persona. Es cuando otra persona se ofrece a ayudarte. Por ejemplo, cuando la otra persona te dice: ¿Quieres que te ayude con las bolsas? Y tú le respondes: Sí, por favor. En este contexto, la fórmula «por favor» podría ser sustituida por la palabra «gracias» y el significado sería el mismo, una muestra de agradecimiento por el favor recibido.

Si nos preguntamos por qué parece haber disminuido el uso de esta expresión, podríamos encontrar varias causas o justificaciones:

  1.  Por el hecho de que en la sociedad de hoy todo parece ir más deprisa. Sería esta voluntad de inmediatez, que todo se produzca con la mayor celeridad posible, la que nos lleva a descartar el uso de palabras o expresiones como “por favor”, con el objetivo de alcanzar lo que queremos rápidamente; dejando a un lado palabras que, según algunas personas, no aportan nada al discurso y pueden hacer perder el tiempo.
  2. Porque ciertas formas de cortesía son vistas como obsoletas, como propias de otra época. Podemos pensar en la multitud de pequeños actos protocolarios que hemos podido observar en las películas de época, por ejemplo, en aquellas basadas en las costumbres de la época victoriana en Inglaterra. Entonces, cada situación tenía sus actos o protocolos, muy bien definidos y fijados, los cuales había que seguir al pie de la letra.
  3. Puede que no se pronuncie porque pensamos que lo que hace la otra persona es su obligación, por ejemplo, porque está trabajando.
  4. A veces, no la verbalizamos porque se trata de personas cercanas, con las que existe confianza (familiares, amistades…) y no nos parece necesaria.

Seguro que existen más motivos que han provocado esta disminución en el uso de “por favor” y otras expresiones de carácter similar. Si conoces algún otro, me gustaría que lo expusieses como comentario a esta publicación.

Asimismo, quisiera saber qué opinas sobre esta cuestión, es decir, si consideras que son expresiones antiguas, que no vale la pena pronunciar o, al contrario, crees que deberían seguir utilizándose.

Cualquier opinión será bienvenida.


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«Los grandes libros ayudan a entender, y ayudan a sentirse comprendido/a«.

John Michael Green (nacido en 1977), escritor estadounidense.

Contar historias

Hubo grandes culturas que no descubrieron la rueda, pero nunca existió una cultura que no contara historias» es una frase atribuida a la escritora estadounidense Ursula Kroeber Le Guin (1929-2018).

Si has leído la página http://www.santosbalasch.cat en alguna ocasión, sabrás que al final de cada publicación añado una frase célebre relacionada con la literatura, la lectura, los libros… Pues esta frase es la que finalizaba la publicación del mes pasado, titulada “Iniciación a la lectura”.

Mientras pensaba en el significado de esta frase, empecé a imaginar cómo podía haber sido esto de contar historias a lo largo de la historia, valga la redundancia.

Si tenemos en cuenta lo que se conoce, hasta el momento, de la historia de la humanidad, los primeros seres humanos no debían de ser capaces de comunicarse entre ellos de forma oral. Quizás tampoco podían hacerlo con signos, dado que estos no debían existir. Así que no sé cómo debían entenderse, pero de alguna manera lo harían.


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Al cabo de un tiempo, se supone que empezaron a comunicarse mediante algún tipo de signos, pero obviaré ese tiempo y pasaré directamente a la época en que ya sabían comunicarse de forma oral.

A partir de ese momento, empezarían a contar historias. Hay que tener presente que entonces no existían ni el televisor, ni la radio, ni el móvil… Nada de eso había sido inventado. Además, de poco les habría servido, dado que no existía la electricidad.

Bromas aparte, desde que los seres humanos fueron capaces de comunicarse verbalmente de forma efectiva, es lógico pensar que se empezaron a contar historias. Uno puede imaginar a estos seres sentados alrededor de una hoguera (cuando ya habían descubierto el fuego, claro) narrando… ¿Qué podían contarse? Al principio, debían de ser conversaciones similares a las que podemos tener en la actualidad en un bar. Debían de comentar las vivencias reales del día a día, es decir, que si uno había cazado tres presas, que si el otro había caído por un acantilado…


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Más adelante, serían capaces de inventar historias. No sé por qué razón, imagino que la primera persona que se inventó una historia debía ser mintiendo para intentar salir del paso de un conflicto. Nunca sabremos si salió adelante y las demás personas le creyeron, pero eso explicaría que continuara inventando historias. Acababa de nacer la ficción.

Quizás se trataba de una persona que solía ponerse a menudo en líos y necesitaba recurrir a estas invenciones para evitar males mayores; así que necesitaba perfeccionar esta faceta. Siempre se ha dicho que la práctica es bastante importante, en muchas y diversas cuestiones.

Aún no se había inventado la escritura, así que la única manera de transmitir estas historias era oralmente, es decir, que una persona la contaba a otra o a un grupo, un miembro de ese grupo la contaba a otra persona o a otro grupo… Faltaría saber si con esta forma de proceder la versión que le llegaba a la última persona era parecida a la original.


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Dando un salto en el tiempo, llegaríamos a la invención de la escritura. Por fin, ya no sería necesario memorizar todas esas historias. El principal problema debía ser que tenías que escribir en piedra, un proceso lento y pesado. A su vez, apareció la lectura, otro gran hito. Al principio, solo tendrían acceso las élites. Los escritos realizados con un cincel sobre la piedra solían ser breves. No puedo imaginarme cómo habría sido escribir la novela “Guerra y paz”, de León Tolstói, sobre piedra, ni cuántas toneladas habría pesado.

Por suerte, la civilización egipcia ideó la escritura sobre papiro en el tercer milenio antes de Cristo y se pudo disminuir considerablemente el peso de las obras, además de hacerlas más manejables y móviles. Al papiro le siguió el pergamino, obtenido a partir de la piel de cordero, ternera o cabra. Luego llegaría el papel, creado en China.

Llegamos a la época medieval, cuando los monjes, en los conventos, eran los encargados de realizar copias de las obras, como forma de preservar toda esa cultura. En la publicación “Los primeros libros” encontraréis más información.

Pero el salto evolutivo definitivo tuvo lugar a raíz de la invención de la imprenta. Podéis leer la publicación titulada “El primer libro impreso” para saber más sobre esta cuestión. Entonces, el número de libros fue aumentando.

A pesar de todos estos avances, todavía había personas que solo podían acceder a las historias que eran transmitidas vía oral, dado que no habían podido aprender a leer. Además, la tradición oral nunca ha desaparecido; todavía se conserva en forma de narraciones que se cuentan en diferentes situaciones como, por ejemplo, en encuentros familiares, en encuentros de amistades, en excursiones, en acampadas… Siempre es un buen momento para contar historias, ya sea alrededor de una hoguera, de una chimenea o de una mesa con alimentos.

En el futuro, habrá que ver si los dispositivos electrónicos provocarán la desaparición de la tradición oral, lo que siempre ha existido y es conocido como “contar historias”.


El libro es fuerza, es valor, es poder, es alimento; antorcha del pensamiento y manantial del amor«.

Rubén Darío (1867-1916). Poeta, escritor y periodista nicaragüense.


Me gustaría saber qué te ha parecido esta publicación. Puedes dejar un comentario a continuación.

La inteligencia no es una ventaja, sino un hándicap

En esta reflexión no se tomará una posición concreta respecto a la idea del título, se pondrán sobre la mesa diferentes perspectivas para intentar reflexionar sobre la premisa.

El título está incluido entre las frases que pronuncia, al principio del filme, el protagonista de “La caída del imperio americano”; película canadiense de 2018, dirigida por Denys Arcand y de título original “La chute de l’empire américain”. Es la que cierra la trilogía iniciada con “Las invasiones barbares” (título original “Les invasions barbares”) y seguida con “La edad de la ignorancia” (título original “L’Age des tenebres”).

El argumento que esgrime para justificar esta afirmación es que un vendedor no muy inteligente, si quiere vender un aspirador, puede asegurar que proporcionará la felicidad al comprador. Entonces, conseguirá ventas y ascenderá de categoría en el trabajo. En cambio, un vendedor inteligente no asegurará la felicidad, no venderá el producto y lo despedirán del trabajo. No sé si sería una persona poco inteligente, pero sí que se podría afirmar que, al asegurar un suceso que no está garantizado, miente o falta a la verdad. Por lo tanto, se trataría de un individuo a quien no le importa mentir si consigue vender y, quizás, con pocos escrúpulos.

Puedes visionar el inicio de la película a continuación:

Este razonamiento, por sí solo, puede parecer un poco pobre, incluso exagerado o rebuscado, pero la idea que subyace en él, y las diversas interpretaciones que se pueden sustraer de este pensamiento, son algunas de las razones que me han llevado a escribir esta publicación.

La cuestión del aspirador me ha recordado el caso real de Juan (el nombre ha sido cambiado para mantener la privacidad del protagonista). Al empezar a trabajar en una empresa aseguradora, tenía que comercializar un producto de ahorro que incluía una cláusula por la cual se penalizaban los reintegros de parte de la inversión durante los primeros años. El jefe de la oficina le “ordenó” que no comentara esta condición del contrato a los potenciales clientes, pero Juan no veía claro mentir (para el jefe se debía de tratar de una simple omisión). No es de extrañar que Juan durara poco tiempo en aquel trabajo. ¿Esto significa que Juan era demasiado inteligente? Quién sabe. Cuando menos, demuestra que se trataba de una persona íntegra, con principios y escrúpulos.

Homer Simpson

Un claro ejemplo que confirmaría la hipótesis de la película sería el de Homer Simpson (Homero Simpson en Hispanoamérica). Se podría alegar que se trata de una serie de ficción. Es verdad. Pero también suele ser verídico aquello de “la realidad supera a la ficción”, es decir, que la ficción, por muy exagerada que nos pueda parecer, a veces se queda corta, comparada con la realidad. Además, ha quedado demostrada, en más de una ocasión, la capacidad profética de la serie “Los Simpson”, avanzando acontecimientos que con posterioridad han tenido lugar. Uno de los más recientes fue pronosticar la llegada al poder de Donald Trump, a quien las encuestas otorgaban escasas probabilidades.

En un capítulo de la serie, aparece el personaje de Frank Grimes. Se trata de un profesional consumado que, después de una vida difícil, consiguió un título en física nuclear y que comienza a trabajar en la central nuclear de Springfield, en el mismo sector que Homer. Este es un hombre poco inteligente, irresponsable, holgazán, que, a pesar de trabajar en una central nuclear, a menudo hace caso omiso de los avisos de peligro… Frank no se puede creer que trabaje allí y su incredulidad se incrementa cuando sabe que Homer tiene una familia que parece perfecta, una casa con jardín, dos vehículos, ha viajado por casi todo el mundo, ha sido, incluso, astronauta… Entonces, Frank intenta ridiculizar a Homer y, al ver que no lo consigue, enloquece por la incongruencia de la situación, lo imita y hace algunas de las tonterías que haría Homer, hasta que agarra unos cables de alta tensión y… El final, previsible, no lo explicaré.

A pesar de tratarse de una parodia, quien más quien menos conoce a algún “Homer Simpson”. ¿Cómo lo consiguieron estos “Homer”? Algunos quizás tuvieron suerte o estaban en el lugar adecuado en el momento preciso; otros buscaron esta suerte hasta encontrarla; unos cuántos hicieron fortuna al vender la empresa que sus progenitores habían creado con mucho esfuerzo y sacrificio; hay quienes no han “trabajado” nunca, solo conocen la “carrera” política…

Beneficios de tener inteligencia

¿Es verdad que ser inteligente supone un obstáculo? ¿Sucede siempre o únicamente en algunas ocasiones?

Observar la inteligencia como una ventaja o un obstáculo, en una dicotomía estricta, sin otras alternativas, quizás no es la mejor idea posible.

Basarse solamente en un aspecto, por ejemplo el laboral, para decidir si una persona ha sido exitosa, tal vez sería simplificar en exceso.

Por otro lado, la interpretación de una vida exitosa no sería igual para todo el mundo. Dependería de cada persona, de los factores primordiales que cada cual valorara, de su escala de prioridades…

Según los expertos, existen algunas ventajas de ser una persona inteligente, entre otras:

  • Tener intereses propios.
  • No seguir las corrientes que dictan la sociedad o las modas.
  • Vivir de forma más creativa y plena.
  • Tener curiosidad.
  • Analizar cada detalle y hacerse preguntas.
  • Ser más abierto de mente. Estar abierto a nuevas propuestas y oportunidades.
  • Valorar las opiniones de las otras personas.
  • Tener empatía.

Consideraciones finales

En esta publicación, para no complicar y alargar demasiado el tema, no se han tratado cuestiones importantes como:

  • Qué es la inteligencia.
  • Maneras de valorar la inteligencia.
  • Tipos de inteligencia.
  • Evolución de la inteligencia a lo largo de la historia.
  • Diferencia entre ser una persona lista y una persona inteligente.

«Leer no es matar el tiempo, sino fecundarlo»

Herminia Catalina Brumana (1897-1954). Maestra, escritora y periodista argentina.


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