Sin miedo

Observación:

Este relato (la versión en catalán titulada “Sense por”) quedó Finalista en el «Concurs Relats d’Estiu 2019». Diari “Segre”. Lleida.

Además, apareció publicado:

·        En la versión impresa del Diari “Segre” del 18 de agosto de 2019.

·        En la versión digital del Diari “Segre” (segre.com/noticies/opinio/relats_estiu/2019/08/18/sense_por_84537_4438.html).

Aunque lo pudiera parecer, la vida de Ramona no era aburrida. Siempre había temido a la monotonía y a la nostalgia. A la primera la echaba de menos; no tenía tiempo para la segunda.

Su vida había sido una lucha constante. Manuel, su esposo, un chico alegre y más trabajador que nadie, de muy joven había sufrido un accidente laboral que le había ocasionado graves lesiones en el lado derecho del cuerpo. Sin poder trabajar y con dificultades para andar, acostumbraba a pasar el tiempo con otra que no era su mujer: la bebida. Cuando volvía a casa, la tomaba con Ramona, quien no se atrevía a huir porque no sabía adónde ir sin dinero y con un niño pequeño. Por suerte o por desgracia, aquella situación había finalizado, de manera repentina, una fría noche de invierno, cuando Manuel volvía a casa, borracho como casi siempre, mientras cruzaba la calle sin mirar.

Viuda a los treinta años, con un niño de siete y sin muchos estudios, había trabajado de lo que buenamente había podido: limpiando casas, fregando escaleras, acompañando a personas mayores… Pero nunca había cotizado y no tenía derecho a pensión de jubilación. El trabajo duro le había ocasionado diversas secuelas, como artrosis en las manos y las piernas; en parte causadas por tener que fregar de rodillas (hasta la aparición del que Ramona consideraba uno de los mejores inventos de la historia: el palo de fregar). Además, de la espalda tampoco estaba muy bien y no podía llevar pesos.

Las veinticuatro horas del día podían parecer muchas para una señora de más de ochenta años, ya que, restando las recomendables ocho horas para dormir y unas tres para comer, todavía le quedaban trece. Pero en ellas tenía que dar cabida a demasiadas tareas y el tiempo que necesitaba para cada una, teniendo en cuenta su delicada salud, era elevado. Algunos quehaceres los tenía que realizar cada día o a menudo; como ir a comprar, preparar la comida, lavar la ropa, tenderla, doblarla, barrer, fregar, limpiar los platos… Otra persona en su situación habría hecho lo mínimo indispensable, pero Ramona estaba acostumbrada a tener la casa limpia y ordenada. Su madre le había inculcado los sentidos de la disciplina, el orden y la limpieza y ya se sentía demasiado mayor para cambiar; pero cada movimiento, cada paso… le suponían un suplicio. Necesitaba más tiempo para hacer cualquier labor que algunos años antes, no tenía la ayuda de nadie, no se podía permitir pagar a otra persona…

Hacía tres años que su hijo había vuelto a vivir con ella. Después de divorciarse había ido a vivir solo, hasta que la bebida y el juego lo habían llevado a perder el trabajo. Con el retorno de Juan, Ramona había entreabierto la puerta a la esperanza, pensando que mientras no encontrara trabajo le echaría una mano. Aunque le habría resultado difícil decirle qué tenía que hacer. Había sido educada a la manera antigua, de cuando el hombre trabajaba fuera de casa y la mujer tenía que hacer las tareas del hogar y cuidar de las criaturas; una mentalidad que todavía sentía arraigada a su talante.

La alegría con que Ramona lo había acogido, como si se tratara del hijo pródigo que vuelve al redil, había resultado una emoción pasajera. Juan no solo no la ayudaba, sino que todavía le causaba más trabajo. Más ropa sucia, más platos para preparar… Hiciera lo que hiciera, cocinara lo que cocinara, no estaba nunca contento. Sin trabajo, con demasiado tiempo para no hacer nada y sin ninguna afición, los bares se habían convertido en su segundo hogar. Día sí, día también, pedía dinero a Ramona; quién se las veía y se las deseaba para llegar a fin de mes con la exigua pensión de viudedad. Ya no sabía qué hacer. Si se lo daba, no tenía más remedio que dejar alguna factura sin pagar. Y si no se lo daba… ¡Ay! Las trifulcas eran constantes y los ánimos de Ramona eran cada vez más escasos. Aquello era un calvario. No sabía nunca qué hacer ni que decir; si responder, o callar… Otra vez la misma situación. Vivía un déjà-vu.

Desde hacía algunas semanas, Ramona creía ver por la escalera del edificio más moscas de lo que podía ser habitual. Se lo había comentado a algún vecino, pero nadie parecía haberse dado cuenta de nada; así que se había intentado convencer de que la explicación más lógica era que ella pasaba más tiempo en la escalera que el resto de vecinos. Aunque tenía mucho trabajo y le costaba hacerlo, se había comprometido a realizar la limpieza de la comunidad; para así poder ganar un dinero extra que la ayudara a llegar a fin de mes.

Iban pasando los días y las moscas proliferaban. No se lo podía sacar de la cabeza. Decidió averiguar cuál podía ser el origen de aquella pequeña plaga y llegó a la conclusión que provenía de la tercera planta. De los cuatro pisos que formaban el rellano, tres no estaban habitados. Dos hacía un tiempo que habían sido embargados y pertenecían a entidades financieras; el otro era de una familia que solo pasaba las vacaciones de verano. En el único piso habitado, el 3º 2ª, vivía don Antonio, un hombre de más de ochenta años, soltero y sin hijos, a quien Ramona no recordaba haber visto desde antes de Navidad. Después de hartarse a llamar al timbre sin obtener respuesta, a principios de abril le comentó la situación a Luisa, la presidenta de la comunidad de propietarios, quien le aseguró que don Antonio había ido a pasar una temporada a Galicia, a casa de unos familiares. A Ramona no le constaba la existencia de aquellos parientes y no sabía cómo localizarlos, así que decidió dar por buena la información que le había proporcionado Luisa.

Pero con el paso del tiempo volvió a preocuparse. Cada vez estaba más convencida del origen del problema. En aquel piso sucedía algo extraño. Pero no disponía de pruebas.

A finales de junio, las moscas eran tan abundantes que, por fin, la presidenta de la comunidad convocó una reunión extraordinaria, en la cual se acordó poner los hechos en conocimiento de las autoridades. Después de comunicarlo al Ayuntamiento de la localidad, dos policías locales se personaron en el edificio y creyeron oportuno acceder a la vivienda. Un cerrajero se encargó de desmontar la cerradura de la puerta. Entraron en el piso, Ramona los siguió y fue ella quien descubrió, en la cama, el cuerpo momificado de don Antonio. La autopsia certificó que había muerto de manera natural. El hecho que las puertas y ventanas estuvieran cerradas parecía haber favorecido que el cadáver se secara y el cuerpo no hubiera entrado en fase de putrefacción.

Había muerto solo, sin que nadie lo echara en falta. Pero Ramona lo envidió. Seguramente había tenido una muerte tranquila, ya que dulce se dice que es la muerte que llega mientras uno duerme. Había iniciado el último viaje con serenidad y la conciencia tranquila. Había muerto como a Ramona le gustaría poder vivir: sin miedo.

La pluma es la lengua del alma”.

Miguel de Cervantes (1547-1616). Escritor español.

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